NO ERES BIENVENIDO
1
El señor Eustacio Méndez era muy bien conocido por
su antipatía social y su hermetismo. Sobre su casa marcada con el número 20,
cierto día de cierto año, había colgado un letrero de madera muy peculiar: tenía un machete clavado en uno de los costados con lo que parecía ser una rata seca anclada
entre el filo del arma y la tabla. Con letras rojas y mal hechas (que muchos
decían que era sangre de la misma rata o de algo peor), estaba escrito sobre el
cartelón: “No eres bienvenido”. Lo había atado a un palo que estaba enterrado
en su descuidado jardín, y lo había amarrado con alambre de púas. Era tétrico y
a la gente le daba miedo, tanto que solían pasar rápido por la banqueta para no voltear frente a
la casa del señor Eustacio; solo algunos miraban y se persignaban. Otros chicos
aventurados se atrevían a arrojarle piedras al letrero (y
salir huyendo como locos); pero nadie se acercaba a tocar. Ni siquiera el
cartero que se limitaba a arrojar desde lejos la correspondencia o, tampoco los testigos de Jehová que atosigaban a toda la
colonia, se atrevían a tocar en esa casa.
La vivienda marcada con el número
veinte, contaba con una reja negra y oxidada que mostraba un jardín casi moribundo y con
muchas ramas secas. Después, venía la casa con cortinas oscuras en
ventanas que rara vez se
movían; permanecían siempre cerradas. Algunas personas
decían que les había tocado ver como las cortinas se corrían y el señor
Eustacio los miraba desde adentro; tanto en la parte de abajo como en el primer
piso. La gente se volteaba, se santiguaba y apresuraba el paso.
La cuestión era que tenía
semanas que nadie había visto ni siquiera asomándose al señor Eustacio. Se
rumoraba que ya estaba muerto, pero nadie había avisado a las autoridades. Y era
un primero de noviembre en donde los niños salían a abarrotar las calles para pedir
su “calaverita”. Iban disfrazados de vampiros, momias, calaveras y todo cuanto
engendro y disfraz infernal existiera.
Paco, Hugo y Sofía eran
tres de esos niños buscadores de caramelos que habían recorrido la avenida principal antes que
el resto de la muchedumbre. Se desviaron y avanzaron por la calle cinco. Las
casas donde les daban dulces solían prender una vela dentro de una calabaza de
barro; así los niños iban seguros sabiendo en que puerta tocar. Los amigos
recorrieron la calle con rapidez, no había
mucho que recolectar en ella; la mayoría de esos vecinos eran religiosos que
asociaban esas creencias con paganismo y satanismo. Llegaron hasta el numero
veinte, a la casa de Eustacio. Hugo que iba hasta el frente se frenó en seco,
haciendo que sus amigos se estrellaran contra él.
— Animal —rugió Paco—. ¿Qué te pasa?
— Observen —dijo Hugo señalando hacia la casa. Se quitó su máscara
de vampiro.
— Ya hemos visto esa casa y su letrero de no eres bienvenido mil
veces —dijo Sofía levantando los ojos.
— No, tarados —señaló hacia la puerta de entrada. Los chicos se
fijaron que a un costado de la puerta había una calabaza con una vela
encendida.
— ¿Qué coño? —susurró Paco restregándose los ojos como si quisiera
borrar una alucinación—. ¿Está dando dulces el señor Eustacio? —se rascó la
cabeza—. Eso es imposible.
Sofía sujetó con fuerza su
calavera de dulcero y se hizo para atrás.
— Larguémonos —dijo jalándole las vendas del disfraz de momia de Paco.
Hugo volteó a verlos
sonriendo.
— Nunca ha dado dulces. A lo mejor ya quiere hacerlo
y que le dejen de tener miedo. ¿Se imaginan si somos los primeros en pedirle
dulces? Nos dará muchos, muchísimos.
— Si así fuera —dijo Sofía señalando el letrero del jardín— habría quitado su
cochinada del machete. ¿No te parece?
— Vamos, no te comportes como tu disfraz —dijo Hugo jalándole la
cola al atuendo de la niña—. Linda
Gatita.
Paco que estaba muy serio y
pálido. Dijo:
— Yo no voy ni por toda una dulcería a cambio.
— Bueno ya, princesas —dijo Hugo poniéndose de nuevo su máscara. Avanzó hasta la reja,
esta estaba entreabierta. La movió un poco y esta soltó un chirrido que debió
de oírse por toda la calle. Los chicos se miraron nerviosos y después se
quedaron viendo las cortinas de las ventanas esperando algún movimiento del
señor Eustacio. No hubo nada. Hugo retomó su valentía y agregó—: Voy yo solo,
¿pero por lo menos me pueden esperar en la esquina?
Sus amigos se quedaron
callados un momento. Al fin Sofía le contestó:
— Bueno pero si te tardas demasiado, nos vamos y les
decimos a tus papás que vengan.
No respondió, solo se adentró
en el patio de la casa numero veinte.
2
Un camino de cemento separaba el jardín que tenía
unos matorrales y enredaderas desparpajadas. El cartel de: “No eres bienvenido”
estaba lleno de telarañas y polvo, se notaba que no lo habían limpiado desde
que estaba afuera; las mismas ventanas y la puerta se veían llenas de mugre.
Parecía un lugar abandonado, a no ser por la calabaza con la vela encendida que
se veía nueva y reluciente.
Hugo pensó por un momento
que el señor Eustacio si debía de estar muerto o, que a lo mejor, era algún
tipo de trampa para que los niños como él cayeran. Quizá sus amigos si tenían
razón y debía de irse de ahí echando lumbre. Sus rodillas le temblaban, deseó
voltear y pedirles a sus amigos que fueran por él, pero se vería como una
princesa, debía de tener los calzoncitos para resistir. Sujetó con fuerza su
dulcero y llegó hasta el límite de la escabrosa entrada. Estiró su mano y con
sus nudillos tocó tímidamente. La puerta estaba también abierta y el roce con
su mano hizo que se abriera más. En el interior se veía una luz al fondo. Si
debía de haber alguien.
Hugo no resistió y volteó a
ver a sus amigos, les hizo una seña para indiciarles que estaba abierto. Tanto
Sofía como Paco le pidieron que regresara con ellos, pero la curiosidad y el
miedo lo tenían pasmado. Volteó de nuevo y esta vez tocó más fuerte. Esto hizo
que la puerta terminara de abrirse soltando otro chirrido como el de la reja.
— Perdón —dijo el niño con la voz temblorosa—. Es que vi una calabaza en la
entrada y pensé que estaba dando dulces y…
No hubo respuesta. La
puerta había dejado entrever el interior, había una sala con sillones viejos y
varios cuadros montados en la pared. Un reloj cucú muy grande estaba postrado
en la pared. Hugo agudizó la vista —la luz del fondo de la casa no le dejaba bien ver detalles— y vio
que el reloj estaba detenido. Se veía tan viejo que debía llevar años o siglos
sin funcionar.
— No quise molestar. Lo siento. Me retiro.
Hugo se dio la media vuelta
y a pesar de sus piernas temblorosas dio el primer paso de huida.
— Tengo dulces, bolo, tartas y pasteles —se oyó una voz decir desde el interior—. Pero el frio otoñal me
impide asomarme, puedes pasar por todo lo que gustes.
La sorpresa hizo que Hugo
soltara su dulcero. No conocía la voz del señor Eustacio, así que no sabía si
era él. ¿Pero quién más podía ser? Ya no
seas princesita, se dijo a sí mismo, solo
ve por los dulces, monedas, tartas y pasteles
y lárgate de aquí.
— ¿En serio puedo pasar?
— Nada me haría más feliz —se oyó decir desde adentro, era una voz cancina, casi apagada.
— Y tengo dos amigos que a lo mejor…
— Sean todos bienvenidos. Tengo una mesa llena de sorpresas.
Hugo pensó en preguntarle
de su letrero que decía todo lo contrario, pero ¿qué más daba? Lo que quería más
en ese momento, era probar los postres. Levantó su dulcero y se los enseño a
sus amigos indicándoles que iba a entrar, les hizo otra señal para que se
acercaran. Sus amigos aún muy nerviosos, negaron con la cabeza y le rogaron
para que no lo hiciera. Hugo dudó por un instante si entrar o huir de ahí, pero
un rico aroma a tarta recién hecha le invadió sus fosas nasales. Fresa y piña,
si no le fallaba su dulce olfato.
Se metió a la casa.
3
Habían pasado quince minutos sin que Hugo saliera.
— Bueno, ya es suficiente —dijo Sofía viendo su reloj—. Vamos a avisarle a sus papás para
que vengan a buscarlo.
— ¿Estás loca? —dijo Paco sujetándola del brazo—. Si sus papás se
enteran, también sabrán los nuestros y nos darán tremenda zurra por andar
fisgoneando esa casa, que nos la tienen prohibida.
Sofía se quedó un rato
pensativa y después dijo:
— ¿Y entonces qué propones?
— Vamos a por él. Quizá hasta se puso a platicar con
el señor Eustacio y en este momento le está dando una buena rebanada de pastel.
Dudó por un momento Sofía
pero al final accedió. Cruzaron el jardín y se llevaron un par de palos que
estaban en el camino, no sabían si podían necesitarlos.
— Hugo —gritó Sofía—. Es tarde y ya debemos regresar a casa. ¿Hugo estás
ahí?
Solo silencio.
— Hugo, ya sal —dijo Paco—. Vámonos.
— Ayúdenme —se oyó la voz de su amigo muy adentro de la casa—. Ayúdenme.
Los chicos soltaron sus
dulceros y se adentraron en la casa. Lo primero que vieron fue la sala vieja,
los cuadros de la pared y el gran reloj. Mas allá había un pasillo que conducía
a otro cuarto de dónde provenía la única luz que alumbraba la casa. Sujetando
bien sus palos, avanzaron por el pasillo hasta llegar al borde de la puerta.
— Hugo —dijo Sofía. Miró a Paco esperando una confirmación de su amigo, y
como dos policías cateando la morada de un criminal, entraron a la habitación
iluminada.
Hugo estaba sentado con una
gran rebanada de tarta de piña y fresa, a lado tenía una rebanada de pastel y
una taza que humeaba alguna bebida caliente. Se les quedó mirando a sus amigos
y llevándose una cucharada de postre a la boca, les dijo:
— ¿Por qué han tardado tanto en entrar? Miren que
esto está delicioso, mejores que los postres que vende la viejita Inés.
Paco y Sofía se le quedaron
viendo enojados. Aquel cuarto era el comedor. La mesa estaba llena de postres.
No había nadie más, solo en contra esquina había una puerta corrediza.
— Pero… —balbuceó Sofía relajando su enojo— ¿Y el señor Eustacio?
— Está en la cocina —dijo Hugo señalando hacia la puerta. Le dio un
sorbo a su bebida—. Hasta este chocolate es el mejor que he probado en mi vida.
— Tomen asiento —se oyó decir desde el interior de la puerta
corrediza— y sírvanse lo que quieran. Enseguida voy.
Sin muchos ánimos, Sofía y Paco
dejaron sus palos en el suelo y se sentaron. Hugo les pasó una rebanada de pastel
de chocolate y unas tazas humeantes. Lo empezaron a probar.
— Mmmm —dijo Paco engulléndose un bocado—. Tienes razón, es delicioso.
— Pero ¿qué hace adentro? —preguntó Sofía.
— Nos está preparando una bolsa de dulces. Dice que somos los
primeros niños que entran. Tiene mucho y no quiere que se le quede. —Hugo se
acercó hacia ellos para susurrarles—: Así que prepárense porque nos vamos a rayar de tanto dulce.
— ¿Cómo es él? —dijo Sofía
también en tono bajo—. ¿Es normal?
Hugo levantó los brazos
mientras cortaba su último pedazo de tarta.
— No lo sé. Solo me invitó a pasar aquí y servirme postres. Siempre
me ha hablado desde la cocina. —Estiró su mano para acercarse una gelatina—.
Quizá ya esté muy feo y anciano y no quiere que lo veamos, por eso no da la
cara.
— ¿Qué más da? —dijo Paco jalando unas galletas de chispas—. Comamos
todo esto, está delicioso.
— ¿Pero no se les hace raro tanta amabilidad? —dijo Sofía aun manteniendo la voz baja, a pesar de que los chicos
ya hablaban en tono normal—. Quiero decir, tanto tiempo sin siquiera salir de
su casa y… ahora de repente hasta nos atiborra de postres y dulces.
— ¿Raro? —se oyó decir tras la cocina. Las puertas se abrieron y el señor
Eustacio salió—. Raro es que la gente no sepa leer letreros ni respetar
órdenes. Ordenes muy claras y precisas como: “no eres bienvenido”.
Hugo y Paco casi se
atragantaron con lo que estaban masticando. El señor Eustacio era un hombre muy
delgado, casi en los huesos. Su cabeza estaba cubierta por una enorme calabaza,
una máscara muy real que movía los labios conforme el señor Eustacio hablaba,
como si fuese ella la que pronunciara las palabras, como si fuese la verdadera
cara del señor. Llevaba sobre sus manos dos calabazas también grandes,
parecidas a las de su cara. Los chicos se les quedaron mirando a las que se
supone, eran sus dulceros. Una de ellas abrió la boca y con una voz chillona
dijo:
— ¿Es mucho pedir un poco de privacidad?
— Tan solo queremos que no nos molesten —dijo la otra calabaza con una voz grave—, que no arrojen piedras
y que no se persignen cuando pasan por enfrente y…
— Sobre todo que sepan que no son bienvenidos —concluyó el señor
Eustacio dejando las calabazas en la mesa.
— Pero… —dijo Sofía—. Si usted puso su calabaza en la entrada.
— Más respeto niña insolente —dijo alguien que se aproximaba desde
el corredor. Todos voltearon. Entró al comedor. Era la calabaza de la entrada que tenía una veladora, solo que ahora iba
sostenida por unas largas piernas y un
diminuto torso—. No soy una simple calabaza.
Los chicos gritaron. Se
levantaron de la mesa y como pudieron empujaron a la calabaza y salieron
corriendo hacia la sala. La puerta de la entrada estaba cerrada. Trataron de
abrirla pero estaba trabada.
— ¿Y ahora qué hacemos? —dijo Paco.
— Vean esto —dijo Hugo señalando los cuadros de la pared. Eran
dibujos de paisajes y naturalezas muertas que tenían garabateado con letras
rojas la frase de: “No eres bienvenido”.
— Tenemos que salir de aquí —chilló Sofía.
— Eso no es lo peor —dijo Paco con una galleta en la mano, de las
que se había servido en la mesa. De la ranura por donde le había mordido, salía
un huesito como de pollo—. ¿De qué están hechas estas galletas?
— De lo mismo que los demás postres y dulces… —dijo el señor
Eustacio saliendo del corredor; atrás de él, venían tres calabazas más sostenidas por sus largas piernas—. De
gente que no sabe respetar unas simples y contundentes ordenes.
4
Roció, Jacinto y Alejandra, eran tres adolescentes
que aún se disfrazaban para pedir dulces, si bien la gente ya casi no les daba
dulces (por su tamaño y edad), aun había varios que les daban su calaverita.
Sus disfraces eran simples máscaras y unas playeras andrajosas pintadas de
rojo.
Habían llegado a la calle cinco
y a la casa marcada con el número veinte. Vieron la calabaza iluminada en la
puerta y la reja negra abierta dándoles el paso.
— Ya vieron —dijo Rocío—. El ruco ermitaño ya está dando dulces. Vamos.
— Pero esa casa si da miedo —dijo Alejandra.
— ¿Qué miedo? —replicó Jacinto—. Ni que fuéramos unos mocosos para andar de
maricones. Vamos.
Los chicos entraron por el
patio y llegaron hasta la puerta.
— Hay alguien —dijo Roció tocando la puerta entreabierta.
— Hello —dijo Jacinto—. ¿Trato ooooo truco?
— No está dando calaverita —dijo Alejandra viendo con nerviosismo
hacia el espacio visible del interior de la casa—. Hora de que nos
vayamos.
Se hizo un silencio largo
en el que se quedaron inmóviles.
— Tengo dulces, bolo, tartas y pasteles —se oyó una voz decir desde el interior, rompiendo el silencio de los muchachos—. Pero el frio otoñal me impide
asomarme, pueden pasar por todo lo que gusten.
Los jóvenes se miraron con
caras pálidas. Jacinto hizo una seña obscena hacia la puerta lo que provocó la
risa en los demás.
— Vamos pues —dijo Jacinto y se adentró con sus amigos en la casa.
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