CUATRO INVITADOS
— Ya la tienes —dijo Tobías con su voz grave y autoritaria—. Ya solo mátala.
Jonathan se le quedó viendo a la mujer, la tenía
amarrada en el suelo y con la boca tapada. Y por idea de Tobias, estaba también
desnuda, solo la cubría una diminuta tanga negra. Eso le había provocado una
fuerte erección desde que la había tenido que desnudar.
— ¿Qué estas esperando? —rugió Tobias.
— ¿Qué no ves que le gusta esa puta? —dijo Jorge con su voz aguda y
taladrante—. Mírale su bulto de la entrepierna. Lo trae así desde que la
desnudo. Te dije que no le dijeras que hiciera eso. —Guardó silencio como si
estuviera esperando a que Tobías confirmará lo que había dicho. Jonathan se había puesto la mano delante para
cubrirse su hombría, aunque sabía que lo serviría de nada—. Y ahora se la
quiere follar, el canijo —agregó Jorge.
Jonathan sintió la mirada fulminante de Tobias, se acercó a la
mujer que lo veía con los ojos llorosos. Antes de que le taparan la boca, había
estado suplicando por su vida, ahora solo lloraba temiendo lo peor. Jonathan
disfrutó de nuevo las curvas de la chica, era tan perfecta, empezó a
acariciarle sus glúteos.
— Míralo, Tobías—dijo Jorge.
— Ya basta, maldito calenturiento —dijo Tobías acercándose hasta donde estaban—. Tenemos un jodido trato. Solo
mata a esta perra y acabemos con esto.
Tenía toda la carga encima Jonathan: esos dos molestándolo y la
presión que sentía en su pantalón. Cerró los ojos y maldijo no poder poseer a
aquella mujer.
— Ya está bien —dijo Jonathan regresando por el cuchillo que estaba
sobre una mesa. Tobías que estaba al pendiente de lo
que hacía, le indicó que esa no era el arma que le había indicado. Jonathan
refunfuñó y tomó el martillo—. Un cuchillazo es suficiente, no entiendo porque
esto —les señaló el mazo.
— Ya hemos hablado de eso —dijo Jorge, Tobías te lo ha indicado—. Sabes que es una ramera que debe de sufrir.
— Así es —confirmó Tobias—. ¿Morir sin dolor? Sería un alivio para
esta. Debe de purgar sus herejías.
Jonathan levantó el martillo, la mujer comenzó a
moverse intentado zafarse por enésima vez. Lanzó una última mirada de súplica.
— Hazlo ya —ordenó Tobias—. Todavía hay una veintena de mujerzuelas que
exterminar.
— Si ya hazlo, estoy cansado —dijo Jorge—. Deseo irme a dormir.
Levantó Jonathan el mazo y lanzó el primer golpe.
Cerró los ojos mientras continuaba golpeando a la chica por el cuerpo. No
sentía mucha resistencia del mazo al chocar con la carne, por un momento
imaginó que sería como estar martillando un clavo muy duro, pero la carne de la
chica era muy suave y, a pesar de que no quería abrir los ojos, sabía que el
martillo se hundía como si estuviera golpeando en una cama.
Pronto dejó de oír los llantos de la mujer, supo
entonces que había acabado.
— Ves, Tobías—dijo Jorge—. Te dije que así casi no iba a sufrir, con la navaja
de afeitar hubiera sido bien doloroso y muy lento.
— ¿Sí? ¡Maldito y perfecto bastardo! —dijo Tobías enfrentándolo, Jorge se hundió ante la fuerza del líder, siempre
los trataba como basura—. ¿Y tú ibas a limpiar toda la sangre que saliera por
todo el cuerpo por tantas pequeñas cortadas?
Jorge no respondió y se quedó callado. Seguramente
se había alejado al lugar más retirado de la habitación para tragarse el
coraje.
Jonathan no esperó la siguiente orden fastidiosa y
empezó a meter a la mujer en una bolsa negra. Se apuró a cubrirla tratando de
no verle los moretones que le había hecho en todo su cuerpo. Sabía que Tobías
estaba vigilándolo desde atrás, sentía su mirada inquisitiva y
perfeccionista; así que no volteó, solo siguió haciendo su trabajo. A pesar de
que la mujer ya se veía fea y había perdido su encanto con tanto golpe,
Jonathan todavía tenía una fuerte erección (incluso la tenía más dura que
antes), se imaginó haciéndole el amor a ese cadáver.
Oyó como se carcajeó Tobías
desde atrás.
Sacudió Jonathan su cabeza para despejar sus
emociones y terminó de envolver el cuerpo, después, lo comenzó a amarrar con
las cuerdas.
— ¿Ya está listo el carro, Jorge? —preguntó Tobias.
— Ya está listo —le contestó de mala gana. Aun se le oía molesto.
Jonathan esperó a que esta vez sí lo ayudaran a
sacar el cuerpo, pero como las veces anteriores, ya se habían ido. Entonces,
empezó a arrastrarlo. A pesar de que la chica estaba delgada, jamás imaginó que
estuviera tan pesada. La siguió jalando y llegó hasta el borde de la puerta. Se
frenó al sentir a alguien.
— ¿De nuevo lo has hecho? —se oyó decir a una mujer en las escaleras—. Eres un animal.
— Úrsula —dijo Jonathan más aliviado al saber que era ella, pensó
que Tobías se había regresado a insultarlo
por su lentitud. Soltó el cuerpo y volteó hacia la escalera—. ¿Qué haces aquí?
Pensé que era…
— Tobías y Jorge —completó Úrsula—. ¿Otra vez con eso, Jon? Cuantas veces
te he dicho que…
— No salgas con que no te los has encontrado en el camino, tiene un
puto segundo que se acaban de ir. Es más, métete al cuarto. —Jonathan se puso
pálido viendo hacia la entrada—. Ese par es capaz de hacerte daño a ti también,
o hasta obligarme a que te haga algo así —señaló al bulto de la mujer.
— Jon, cariño —le susurró la mujer muy cerca de su oído. Jonathan
sintió que se le ponía chinita la piel, le encantaba su voz suave y sensual. Y
su pantalón de nuevo se infló—. Tu sabes que esos dos no existen, solo están en
tu mente.
— Pero… —intentó alegar Jonathan señalándole hacia la salida de la
casa.
— Anda, deshagámonos del cuerpo. Pero prométeme que ya no lo harás.
Jonathan recordó a la mujer envuelta toda golpeada tras las órdenes
de Tobias.
— Pero Tobías y Jorge, son voces tan reales.
— No existen, cariño. ¿Está bien? —Jonathan asintió, entonces Úrsula
agregó —: Ahora solo apúrate y saca ese
cuerpo de aquí.
La amaba tanto que no podía negarle nada, empezó a
jalar el cuerpo envuelto por los escalones cuando escuchó la sirena de la
policía.
— ¿Qué pasa? —le preguntó a Úrsula—. ¿Me has denunciado?
— ¿Estás loco? —dijo Úrsula—. Si yo te amo.
— Y yo también —dijo otra voz desde la entrada de la puerta de abajo—.
Y si nunca me vas a hacer caso, prefiero
que te vayas a la cárcel.
Jonathan levantó furioso la mirada. Ahora estaba
acorralado y sin siquiera una coartada. Era el fin.
— Tu bien sabes, Esteban —le gritó al que había hablado desde la puerta—. Que a mí solo me
gustan las mujeres, no te puedo mirar de otra forma. No entiendo porque te
estás vengando de mí de esta forma, solo por no quererte.
La policía entró y empezaron a subir las escaleras.
— ¡Úrsula!... ¡Esteban!, ayúdenme —suplicó Jonathan, pero también se habían ido como Tobías y Jorge. Estaba solo en su casa con el cadáver envuelto de la
mujer y la policía a punto de arrestarlo.
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