La ciencia siempre ha buscado la vida en otros planetas, quizá algún día, en base a un riguroso método científico y la prueba y error constantes, lo logré...
PRUEBA Y ERROR
—
Te
digo que cuando logre concatenar todas las intersecciones de destellos se podrá
encapsular la energía conjunta —me dijo Leopoldo con su extraño lenguaje. ¡Vaya
idea mía de trabajar con un científico genio!
Comenzó a ajustar los espejos,
los había acomodado de manera sincronizada para que cuando la primera luz del
sol entrase, reflejara los rayos en el siguiente espejo y en forma de cadena,
siguiera el reflejo hasta llegar al receptor de energía: un cuarzo especial.
Todos estaban unidos por tubos de espejos para que no se dispersara la luz y
pudiera llegar de un espejo a otro. Cada espejo tenía una pequeña lupa que
estimulaba la energía haciéndola más fuerte para llegar al siguiente y poder
concentrar más la luz hacia el objetivo. El laboratorio se veía como una
serpiente llena de espejos y cilindros vidriosos a su alrededor.
— Ayúdame —me dijo moviendo un espejo del piso—. Alúmbralo. —Prendí
la lámpara que simulaba al sol, su aro se reflejó activando el sensor de luz del
siguiente espejo—. Muy bien, era el que faltaba, cosa de unos milímetros.
— ¿Y tú crees que todo esto sirva?
— Esto es ciencia —dijo afirmando con su dedo—, ciencia creadora, mi
querido Watson.
¿Watson? No me gustaba que me
dijera así, ni que fuera un simple ayudante de detective. De todas maneras me
sonreí y seguí haciendo las indicaciones. Después de varios ajustes, todos los
sensores de luz de cada espejo estaban encendidos, la luz lograba traspasar atreves
de todo el tobogán vidrioso.
— Muy bien, ahora hay que quitar las bombillas —me dijo viendo el
reloj de pared—, nos queda poco tiempo, la luz del inicio de verano está por
llegar.
Comencé a quitarlas en lo que
el preparaba el cuarzo receptor de energía. Acabamos y tuvimos el tiempo
suficiente para estar sentados unos
minutos esperando la salida y destellos del solsticio de verano. La luz entró a través de
la ventana y, por medio de la lupa inicial, empezó a proyectar la luz en el primer espejo y este
la siguió reflejando, tal y como la había dicho Leopoldo. El cilindro se siguió
encendiendo y los sensores se fueron prendiendo indicando el camino del éxito.
El haz luminoso y energético
llegó hasta el cuarzo haciéndolo que empezara a colorarse.
— Creo que hay un sobrecalentamiento —le dije mirando al primer
espejo que empezaba a sacar humo—. Es mucho calor de la lupa.
— Solo un poco más —suplicó Leopoldo sin dejar de ver al cuarzo y su
transformación de color.
Toda esta idea de poder
almacenar la energía solar en un cuarzo y usarlo como una pila capaz de
sustituir a la electricidad de toda una colonia, era una idea descabellada,
pero Leopoldo me pagaba por ayudarle, así que le seguía el juego. Y como en
todo experimento de prueba y error, el cuarzo sacó un destello de luz que nos
cegó. Tuvimos que cerrar los ojos y agacharnos al oír un estallido.
— No puede ser —gritó Leopoldo.
— Le dije que había exceso de calor.
Cuando por fin pudimos abrir los
ojos, la luz ya no nos cegaba y la mitad del cuarzo había explotado hacia la
pared, pero no como se supone debía de haberlo hecho. La pared estaba desecha y
mostraba un camino hacia otro lugar desconocido.
— ¿Qué se supone que es esto? —le pregunté—. Ese camino no es lo que
hay detrás de este laboratorio.
— Esto es increíble —dijo Leopoldo acercándose al límite de la pared—.
Es…
Del otro lado del laboratorio
había un aro de luz azul en espiral que giraba como un huracán. Al final del
espiral, estaba un círculo negro.
— … un hoyo negro. —Sacó su mano con mucho tacto más allá de la pared—. Pero no hay efecto de succión.
— Quizá no sea un hoyo —le dije sin atreverme a acercarme. Volteó a
mirarme perplejo, con cara de asombro pero a la vez de preocupación—. Quizá sea
un acceso a otra parte del universo.
Leopoldo fue el que me miró
esta vez como si yo fuera el científico que hubiera hablado con palabras de
enciclopedia. No me dijo nada, miró de nuevo hacia el espiral y empezó a
caminar hacia él.
— No lo haga —le grité queriendo ir a detenerlo, pero fue inútil; no tuve el valor para ir por él.
Se siguió acercando hasta el
vórtice negro con la misma cautela que lo haría si estuviera pisando un campo
minado. Cuando llegó al círculo, volteó y me miró de nuevo. Esta vez fue una
mirada como de despedida, como pidiéndome que yo fuera el testigo precursor de
su trabajo, de su ciencia y su descubrimiento. Viró de nuevo y con la punta de
su dedo tocó el vórtice. No era sólido, su dedo se siguió de corrido hasta
desaparecer sobre él. Siguió metiendo su mano y cuando está terminó de entrar
por aquel paso, de un jalón se metió por completo.
— Maestro —le grité acercándome al borde de la pared—. Maestro —repetí,
pero no hubo respuesta, no estaba ya aquí. Había desaparecido tras el círculo
negro.
Trastornado por todo lo que
acababa de ocurrir, no me había acordado de volver a ver el primer espejo que
estaba sacando humo, un olor a quemado me hizo reaccionar ante el espiral
giratorio que tenía cierto poder hipnotizante. El espejo se había incendiado y
el fuego se estaba propagando no solo por todo el cilíndrico vidrioso, si no, las
llamas ya estaban en la mitad de todo el laboratorio.
Estaba atrapado, la salida
estaba más allá de las llamas, y el extintor pegado a la puerta. Cuando el humo
alcanzó los sensores de fuego, la alarma comenzó a sonar; cosa que no me
servía. Era domingo y no había nadie más en ese sitio que nosotros dos. Cuando
alguien en la calle se diera cuenta del incendio y le hablara a los bomberos,
lo más probable sería que ya estaría yo achicharrado.
Solo tenía dos opciones:
intentar lidiar con las llamas esperando
no incendiarme o, seguir a Leopoldo.
Una fuerte explosión cimbró el
lugar; el fuego, debía de haber alcanzado los tubos de gas y las sustancias
químicas de los estantes. Ahora ya no tenía opción.
Caminé a través del espiral
luminoso, hipnotizado por su movimiento giratorio. Llegué hasta el círculo
negro y, al igual que Leopoldo, introduje la punta de mi dedo. La sensación al
tacto no fue tan rara, fue como si traspasara una cascada. No hubo nada más, mi
dedo seguía intacto y lo podía seguir moviendo más allá de donde ya no lo veía.
Tomé el valor y entré.
Aquel lugar, planeta o lo que
fuera, era como un campo de provincia en una noche despejada. El cielo era de
un azul oscuro adornado con hermosas estrellas. Me recordó a las prácticas que
había tenido con el científico en provincia con un potente telescopio buscando
planetoides. La diferencia era que aquí las estrellas parecían muy cercanas,
tanto que imaginé que si tuviera una escalera muy grande podría subir y
tocarlas. Ante eso, supuse que quizá no eran estrellas y solo eran lámparas en
un techo muy alto. Entonces no estaba en otra parte del cosmos, solo podía ser
un montaje científico para medir mi reacción ante este show y, en algún lado y
con una libreta en mano, estaría Leopoldo junto con otros colegas suyos tomando
notas de mis reacciones.
Pero el piso me hizo dudar de
esa idea que había maquilado. Era como un gran cristal completamente nítido,
debajo de él se podían apreciar planetas pequeños. Fui recorriendo las esferas
cilíndricas de cada planeta. Conforme lo hacía, podía sentir cambios de clima en mis pies. En el primer planeta,
el cual supuse que era Neptuno, sentía un frio que me llegaba desde la suela de
mis zapatos y se me iba subiendo por mis huesos. Recorrí y la temperatura fue ascendiendo
hasta templarse. Llegué pues a la representación del planeta tierra; era una
presentación perfecta, podía ver con todo detalle los continentes y los mares. De no ser porque
estaba tan pequeño para su tamaño real, hubiera jurado que estaba ante mi
planeta visto desde algún satélite. Inclusive una capa de smog y unos hoyos en
la que debía de ser su capa de ozono, lo hacían aún más real.
Embobado ante tales
representaciones, seguí avanzando hasta llegar al sol, el calor en mis pies se
hizo casi insoportable, y la luz que destellaba me hizo cerrar los ojos y
apresurar el paso hasta pasar a otra galaxia (quizá Andrómeda). Levanté la vista queriéndome olvidar del espectáculo y
centrándome en lo que tenía que hacer.
— Maestro Leopoldo —grité con todas mis fuerzas. Solo veía el cielo
estrellado, pero en la superficie no había ningún objeto—. Maestro Leopoldo.
Silencio. Mi voz se apagaba. No había ni siquiera un
eco que la siguiera. Así caminé un rato viendo de reojo el desfile de planetas
desconocidos en el piso y prestando atención a descubrir algo más. Entonces
encontré unos palos largos que estaban alineados marcando un camino. Toqué uno
de ellos, parecía una vil madera.
— Aquí les falló la utilería —dije confirmando la textura y mi idea
de que todo esto era un montaje científico—. Tan bonita representación de las
galaxias y dejan aquí unas maderas.
No hubo respuesta, debían de
seguir anotando los científicos mis reacciones; así que decidí seguir con el
juego hasta que se cansaran y me dejaran salir. Avancé entre los palos,
eran cientos pues la fila se extendía mucho más
allá de mi vista. De repente, los palos comenzaron a moverse, de su parte baja y media se
abrieron unos orificios por donde salieron unos tubos más delgados. Eran como
brazos y piernas que tenían hasta articulaciones. Del palo que tenía más
cercano, se abrieron dos cuencas por
donde brotaron unos ojos saltones.
Con sus piernas de madera ya
afuera, se pusieron de pie y me miraron todos. Eran muy altos, de tres o cuatro
metros, calculé.
— Perdón —murmuré—, pero creo que como experimento ha sido
suficiente. Maestro Leopoldo ya salga.
Uno de los palos se hincó ante
mí, me miró con extrañeza y de una hendidura que se formó debajo de sus ojos
saltones, salió una carcajada. Los demás se rieron también. A diferencia de mis
gritos, sus risas si tenían eco, un eco que me hizo tapar los oídos ante tal escándalo.
Cuando se callaron agregué:
— Sí que son unos robots bien construidos. Leopoldo nunca me había hablado
de esto. Estuve a punto de creer que ustedes eran seres espaciales.
Nunca había yo sido un gran
cómico entre mis amigos ni mucho menos,
pero provoqué otro ensordecedor coro de risas.
Agité mis brazos pidiéndoles se
callaran.
— Ya estuvo bueno —grité—. O en este momento voy a buscar un hacha y
haré lo que se hace con la madera.
— ¿Madera? —dijo alguien que venía por entre la fila de palos
vivientes. Al acercarse, corroboré que era Leopoldo—. No seas tan ofensivo con tus palabras. ¿No veis que son habitantes
de esta galaxia regidora?
— Maestro, yo… —No sabía que decir, ni siquiera yo me creía que
fueran robots, la tecnología humana era mucha, pero no para lograr todo lo que
había visto hasta ese momento, y menos estos palos con piernas que se reían de
todo lo que yo decía.
— La ciencia es visible —me dijo extendiendo sus manos. Los palos
fueron hincándose ante su paso haciéndole una reverencia—. La ciencia es
repetible y predecible. Es una prueba y error constante. ¿No acaso estás viendo
las pruebas? —Tocó uno de los palos, este pareció emitir con la ranura de su boca una sonrisa—. Esto es la realidad ante
tus ojos.
— ¿Pero usted ya los conocía?
Leopoldo siguió avanzando hasta
llegar a mí, me señaló para que lo
acompañara hasta donde estaba nuestro planeta tierra.
— Yo ya he estado aquí —me fue diciendo conforme avanzábamos, detrás
venían los palos marchando como escoltas tras su presidente—. Soy el rey de
este lugar, pero me había tomado unas vacaciones y, para serte sincero, había
perdido mi portal de transportación. Por eso necesitaba tu ayuda para construir
un nuevo acceso.
— Pero, yo pensé que… —Miré al planeta tierra lleno de gases—. El cuarzo receptor de energía.
— ¿Tú crees eso? —me hizo un ademan de desprecio con la mano—. ¿Con
este planeta tierra casi destruido en el que vives? ¿Quién querría vivir ahí,
teniendo esto? —señaló hacia su galaxia—. Y siendo un soberano, como el que
soy.
No contesté, no tenía que
decir.
— Y la cuestión aquí, es que mi población me pide energía para
conservar este sitio y su magnificencia. Energía que solo es capaz de
concentrarse en un cerebro humano.
Los palos comenzaron a
rodearme.
— Mi querido Watson, me has sido muy útil todo este tiempo, y ahora
lo serás más.
Sus súbditos me sujetaron,
intenté zafarme pero eran muy fuertes para estar tan flacos. Me condujeron
hasta un sitio alejado, donde había unos cilindros de cristal como los que
habíamos elaborado en el laboratorio; solo que mucho más largos y gruesos. Tenían
también espejos pero con un material diferente (algo parecido al mercurio) y al
final un receptor de energía. Este no era un cuarzo, era un cerebro humano que
proyectaba un campo de energía sobre el que debía de ser el centro de esta
galaxia. El cerebro se veía seco y a pesar de que palpitaba como un corazón,
parecía cansado y enfermo.
— El cerebro humano, nuestra gran batería universal —dijo Leopoldo mostrándomelo—.
Solo que también tiene un tiempo de vida. Pero ahora, gracias a ti,
renovaremos nuestra fuente de energía.
— ¿Esto debe ser una broma, verdad? —pregunté no muy convencido—.
¿Un experimento de alucinaciones o algo así?
Los palos estallaron en risas.
Leopoldo sonrió también como un padre feliz de ver a sus hijos divirtiéndose.
— Les agradas a ellos —me dijo—. Si no fuera necesaria tu batería,
les gustaría que fueras su arlequín oficial. Lástima. —Se acercó hacia mí con
un lápiz metálico—. Descuida, no duele.
Esta tecnología es muy rápida. Y gracias de nuevo en nombre de mis súbditos.
Los palos me hicieron una
ligera reverencia, mientras Leopoldo me ponía el artefacto en el cráneo.
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