lunes, 9 de enero de 2017

Fragmentos de terror... LA BOLSA


LA BOLSA


Eduardo entró azotando la puerta del bar. Pocos notaron su entrada, la mayoría de los hombres estaban borrachos en sus asientos tarareando las canciones de la rockola. Solo unos sujetos que jugaban al poker en una mesa voltearon a verlo, comentaron algo entre ellos y uno de ellos soltó una carcajada.
   Eduardo buscó el lugar más apartado de la puerta para sentarse. Se ubicó en la barra del barman en la esquina extrema.
El cantinero se acercó con un aire de desconfianza a atenderlo, Eduardo era un hombre cincuentón de barba mal cortada y pómulos prominentes.





    — ¿Le ofrezco algo? Trae una cara de pocos amigos.
    —  Si, deme un tequila doble —dijo Eduardo sin dejar de voltear hacia la puerta.
    — ¿Que acaso lo vienen siguiendo? — preguntó el hombre mientras servía la bebida—. Porque si es así, déjeme decirle que no me gustan los problemas.
    — No, no me sigue nadie, bueno… nadie humano.
  El cantinero sonrió dejando la bebida, solía oír tantas pendejadas de los clientes que eso le había sonado muy familiar.
    — Mire amigo, solo no se emborrache de más, no me gusta tener que sacar borrachos cuando cierro.
  Eduardo se tomó su bebida de un solo trago, movió la cabeza e hizo un ruido de ardor al dejar el vaso tequilero. Se levantó hacia la entrada y con cuidado abrió la puerta. Miró afuera y corrió de nuevo hacia su lugar.
   — Bueno, pensé que se iba a largar sin pagarme -dijo el cantinero viendo como regresaba-. Así se han ido tantos.
   — Escúcheme bien — dijo Eduardo jalando al cantinero de la camisa hacia él—. No estoy borracho ni soy un delincuente. Sé que estoy cuerdo, o bueno al menos hasta hoy —agregó soltando al cantinero para sentarse. Su mirada estaba perdida en el piso.
  El cantinero se acomodó su camisa arrugada, pensó en sacar el cuchillo que tenía entre las botellas, pero desistió al ver a Eduardo como un niño miedoso sumido en su asiento.
   — Escúcheme —dijo Eduardo sin dejar de ver la puerta—. Esa maldita cosa me viene siguiendo todo el día desde que salí de mi casa a trabajar. Me siguió en todo el camino e inclusive hasta cuando fuí a comer. Al acabar mi jornada seguía ahí y ahora me ha seguido hasta aquí. —Se levantó de nuevo hacia la puerta para hacer otra vigilancia. Regresó—. Seguramente me está esperando por ahí afuera de mi coche, acechándome.
  El cantinero pareció prestarle más atención que al principio. Le sirvió otro tequila colocándolo en la barra.
      ¿Y según usted que es lo que lo está siguiendo señor...?
      Eduardo —respondió tomándose de nuevo de un jalón la bebida con su respectivo ritual de mover la cabeza y hacer ruido de ardor—. Si se lo dijera no me creería —el cantinero lo miró con incredulidad, pero mantuvo la atención sobre su cliente—. Es una bolsa negra de plástico— agregó en un susurro.
   El cantinero soltó una carcajada.
   —  Muy bien págueme antes de que entre la bolsa asesina y lo mate.
   Eduardo buscó en sus bolsillos. Puso un billete de doscientos en la barra. El cantinero tomó el dinero y se acercó hacia su caja registradora, tecleó un par de cosas y la caja se abrió. Sacó el cambio. Se acercó a Eduardo, le dio el cambió y mirándolo a los ojos le dijo:
—  Escuche amigo. Le sugiero que se deje de pendejadas y vaya a su casa, le diga a su mujer se ponga un buen baby y le de unas zancadas para que saque el estrés que trae.
   — Pero es que...
   — Es que nada amigo -dijo el cantinero viendo hacia los lados. Su mirada se quedó fija en uno de los laterales.
   — Ocurre algo -preguntó nervioso Eduardo.
      ¿Qué era lo que lo seguía? —preguntó el cantinero sin apartar la mirada de los laterales.
   Eduardo volteó hacia donde estaba la mirada petrificada del cantinero y vio en una de las ventanas a su fiel seguidor: una bolsa negra, que estaba pegada al vidrio, como un mendigo viendo hacia el interior de un fino restaurante a los comensales.


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