lunes, 29 de octubre de 2018

Fragmentos de terror... EL TEJECAL



Una leyenda del día de muertos...


EL TEJECAL


Tres hombres cubiertos de unos gruesos gabanes disfrutaban de un caliente café de olla, con sus sombreros de paja alcazaban a cubrir hasta la mitad de sus heladas orejas y usaban de vez en vez un pañuelo para limpiarse el agua que les escurría de la nariz por el frío de noviembre. Estaban sentados sobre unas sillas de madera en un pequeño parque enfrente de sus casas, en un pueblo llamado el Tejecal, en Oaxaca. Era un dos de noviembre donde se acostumbraba a recordar a los santos difuntos con una gran ofrenda que era montada por todos los hombres y jovenzuelos sobre la entrada de la única capilla de la cual disponían. Todas las frutas y platillos eran puestos por las familias —que juntas no ascendían a más de cuarenta—. Ya por las tardes oraban y recordaban tristemente a los que partieron. Durante las noches todos se retiraban a sus casas y se resguardaban bien en sus hogares, dejando todas las calles solitarias pues existía la creencia de que la muerte rondaba ese día buscando incautos a los que llevarse. La excepción eran aquellos tres hombres que disfrutaban una amena charla sobre leyendas y espantos. 







— Y ahora les contaré la mejor leyenda de todos —dijo Cenesio, tenía 60 años y era el mayor del grupo—. Hace un chorro de tiempo existía una vieja tradición de platicar con los recién difuntitos.

— ¿Y pa que querían hablar con los difuntitos? —preguntó Oferino.

— Porque según se cuenta les respondían las dudas que tenían sobre algo. Cosas como si sus hembras les eran infieles, o quien les robaba el ganado, o hasta les decían donde había tesoros enterrados por allí.

— ¿Entonces el difuntito les decía todo? —dijo Rutilio.

— Mismamente —asintió con la cabeza Cenesio— entons iban al cementerio acompañados de un chilpayate menor de doce años para que los protegiera de las almas en pena que vagaban por allí —hizo una pausa mientras observaba a los alrededores, respiró y continuó—: Llegaban a la tumba del recién enterra´o y se preparaban para hablar con él.

— ¿Y qué hacían allí? —preguntó Oferino.

— Lo primero era hacer un hoyito en la tierra, a la altura de donde creyeran que estuviera la frente del enterrado pues él estaba tres metros bajo tierra. Después ponían velas a la altura de los brazos y el corazón. Y todo estaba listo pa preguntar.

Hicieron una pausa para chocar sus tarros como si de cerveza se tratase, bebieron y como retomando el hilo de la conversación continuó:

— Y resulta que por el hoyito de la frente preguntaban y el difuntito les contestaba.

— Un día deberíamos hacerlo —dijo Rutilio—, para saber si nuestras hembras son fieles.

— Pero lo interesante —siguió diciendo Cenesio—, es que las velas que ponen no se les deben de apagar —los miró siniestramente—. ¡Pos si no se les aparecía la huesuda, y se los cargaba pifas!

— ¡A jijos! —dijo Oferino— ¿Y eso por qué?

— Pus porque lo que hacían estaba mal. Para respuestas solo dios y eso si te las quiere dar. Los muertos, muertos deben de estar, y naiden debería de despertarlos. Con las velas y el menor de edad se protegían de cierta manera. Ya al acabar las apagaban una a una en el mismo orden que las habían prendido, entonces recogían todo y salían despavoridos. Si todo salía bien, vivían para contarlo y gozar o sufrir con las respuestas que les habían dado. Dicen que así muchos apedrearon a mujeres pécoras, otros tantos se hicieron ricos con tesoros desenterrados, en fin.

Se callaron un momento mientras seguían tomando su café. Debido al silencio sepulcral, a lo lejos les pareció oír una carroza que venía a la par con unos pasos. El sonido llegaba aun en forma de eco, por lo que parecía estar distante. Se miraron el uno al otro y se apuraron a ingerir sus bebidas. El sonido se fue acercando y estaba próximo a la entrada del pueblo, confirmaron que era alguien que conducía una carroza. Los tres al unísono se levantaron, con la voz un poco temblorosa y cortada Rutilio comentó—: ¿Quién viene a estas horas por acá?

— Pos como que ya es hora de irnos a nuestros jacales —dijo Cenesio—, no vaya a ser cierto y …

Los tres recogieron sus jarros y casi corriendo se fueron hacia sus casas. Mientras tanto afuera del pueblo, quizá a la muerte se le habían escapado tres incautos de El Tejecal.

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