martes, 17 de diciembre de 2019

Fragmentos de terror... VACACIONES DECEMBRINAS

¡Navidad, navidad, feliz navidad!


VACACIONES DECEMBRINAS 



1

Las navidades para los gemelos Arellano eran muy raras, pues pasaban la mitad del tiempo en casa de la familia de su padre y la otra mitad en la casa de su madre. Y lo peor de todo es que no vivían en ninguna de las dos casas el resto del año. Por ello diciembre se convertía en una división familiar, en la cual la primera y tercera semana lidiaban con su familia política paterna, y la segunda y cuarta semana con la materna. En cualquiera de los dos sitios ni Abel ni Amatista se sentían cómodos, se sentían como los bichos raros del prado o las ovejas negras de la familia. Todo aquel mes significaba la convivencia con su padrastro, su madrastra, los hermanastros y cuántos primos, tíos, abuelos y hasta mascotas políticas hubiesen. Lo único alentador de todo eso era que solo duraba un mes.

  Desde que tenían solo cinco años los gemelos Arellano vivían con su abuela materna, quien se encargó de ellos tras la caótica separación de sus padres. Y como cada uno de ellos resultó que ya tenía otra pareja y otros hijos, Abel y Amatista salieron sobrando en aquel nuevo cuadro familiar, lo cual los arrojó a los cariñosos y protectores brazos de la abuela Josefina.





  Durante la segunda semana de diciembre habían estado en casa de la mamá, la cual tenía tres hijos: El primero era Nicolás, quien era el más grande y hostil de todos, el cual rara vez les hablaba y siempre estaba pegado a la consola de videojuegos (que obvio no les prestaba ni les dejaba jugar). El segundo era Yahir el más pequeño, y a pesar de que intentaba acercarse a ellos, la diferencia de edades lo hacían poco atractivo para Abel y Amatista. Y la tercera hermanastra se llamaba Inés, la cual sí solía platicar con ellos pero siempre de cosas muy raras que los gemelos no entendían. Cada año quedaban admirados con las cosas que les contaba y creían que para el siguiente episodio no podría rebasar aquellas locuras, pero, para su sorpresa, siempre encontraba algo más deschavetado que contarles cada nuevo periodo vacacional.

  Quizá para los gemelos Arellano oír a la loca de Inés era lo único divertido de todo diciembre, se convirtió en lo único que valía la pena esperar al final del año. Y esa ocasión no había sido la excepción, pues en esta segunda semana que estuvieron, Inés les contó que estaba muy emocionada pues había encontrado la guarida del hombre de las nieves.

  — Es una tontería —le había dicho Abel—. Ese ser ni siquiera existe.

  — Sí que existe —había respondido ella inflando los cachetes—. Que mira que desde el año pasado yo lo he descubierto entrando en ese lugar, esa vez estuve apunto de seguirlo pero mi madre me ha llamado en ese momento y me entretuvo el resto del día en la cocina. Si vieran el coraje que me dio —agregó apretando los puños—. No porque sea yo una niña debo de ser la sirvienta de los hombres de la casa.

  — ¿Y por qué después de que te has desocupado no fuiste? —la había cuestionado amatista.

  — ¡Que si serán zopencos! —le respondió—. Que claro que lo he hecho, pero ya estaba cerrada la cueva, yo creo que sólo sale el último día del año y de ahí desaparece.

  Los gemelos por supuesto no le creyeron, aunque habían aprendido a seguirle la corriente para que la niña con su mente imaginativa los entretuviera en aquellos difíciles días invernales.

  — ¿Y entonces qué piensas hacer la próxima vez que lo veas? —le preguntó Abel.

  Inés se levantó del cuarto para inspeccionar que ninguno de sus chismosos hermanos anduviese parando oreja por el pasillo, cuando se cercioró de que nadie la escuchaba les respondió:

  —Pues lo seguiré el último día del año, y justo cuando el cierre la puerta yo entraré a su escondite

  Bajo otras circunstancias los gemelos se hubieran reído, pero aquella historia en particular se les había hecho interesante, y no porque pudiera ser realidad, sino porque era algo que los entretendría un poco.

  — Y quiero que ustedes —les siguió diciendo— vengan conmigo.

  Por la mente de Abel y Amatista rodaron imágenes del hombre de las nieves merodeando el bosque y la casa, desearon que aquello fuera cierto, eso sería genialmente divertido. Pero sabían que al final no habría nada más que los nevados árboles de invierno y, en el mayor de los casos, sólo encontrarían cuando mucho a algún oso invernando. Lo cual sí podría ser peligroso, más acabaría con el tedio decembrino de cada año. Así que a la par los gemelos Arellano dijeron:

  — Claro que iremos.

2

Para los gemelos los días en la casa de su padre pasaron lentos y agónicos, todo fue aburrido pues sus hermanastros tenían una bola de aburridos juegos de mesa que por más que intentaban aprenderse, no terminaban de entender los ni les gustaban. Aparte de que la ansiedad creada por la loca de Inés les hacía que el tiempo se les pasará más pausado y aburrido.

  Al fin la cuarta y última semana del año llegó, y fueron por primera vez gustosos a la casa de su madre a ver con qué tontería salía Inés. No le dijeron nada y esperaron pacientemente a que la chica les comentara algo, sin embargo, los días transcurrieron y ella no les dijo nada.

  — ¿Ves que ya ni se acuerda de sus tonterías? - dijo Amatista. Abel frunció la boca y se encogió de hombros, tantos días de espera habían sido en vano. nunca espero ver la cueva del misterioso hombre de las Nieves, pero si esperó que aquello se tornará más interesante y no pasará al completo olvido en tan solo una semana.

  El 31 de diciembre llegó junto con los preparativos de la cena. Vieron que Inés estaba más rara que de costumbre, no había cruzado palabra alguna con ellos. Los gemelos creyeron que era porque no sabía cómo ocultar su gran mentira. Llegó la cena junto con los regalos y los falsos abrazos y deseos de inicio de año. Entonces cuando Abel y Amatista estaban terriblemente aburridos viendo una película navideña con toda la familia reunida, Inés les hizo una seña para que la siguieran fuera de la casa. Se había puesto un abrigo y unas botas para la nieve, y con una sonrisa de oreja a oreja les dijo:

  — Yo que ustedes me taparía más, pues el camino es largo y la nevada terrible —les señaló hacia el bosque—. Pero apúrense que acaba de pasar el hombre de las nieves y no quiero perderlo de nuevo.

  Los gemelos se vieron entre sí y sonrieron, después de todo, es lo que llevaban esperando todos esos días.

  Se pusieron el primer abrigo que encontraron, les dijeron a los adultos que los veían salir que irían a dar una vuelta y salieron volando pues Inés ya los esperaba ansiosa a medio camino. El frio era bastante y el viento y el aguanieve que caía lo hacia aun mayor. Más a ninguno de los exploradores les importó, solo iban entusiasmados caminando a toda prisa hacia el interior del bosque.

  — Dense prisa, bobos —les dijo Inés—, que las huellas se borrarán y le perderemos la pista.

  — ¿Qué no se supone que ya sabias donde estaba su guarida? —cuestionó Amatista.

  — Si lo sé, pero con este vendaval me puedo perder. ¡Apúrense!

  Aquella respuesta incomodó a los hermanos que se miraron entre si preguntándose si debían de continuar aun a sabiendas que podrían perderse en aquellas heladas condiciones, a pesar de ello siguieron avanzando, esperando toda aquella loca aventura llegará a buen destino.

  El clima aminoró un poco conforme fueron avanzando. Inés no dejaba de trotar moviendo la cabeza de un lado a otro y lamentándose haber perdido tanto tiempo al esperarlos. De repente se detuvo en seco, haciendo que los gemelos chocaran entre ellos.

  — Miren —les dijo señalando hacia el piso donde unas huellas de enormes pies con cuatro dedos estaban tenuemente marcadas, la aguanieve estaba terminando de borrarlas—. Está cerca, debemos de apurarnos pero siendo más cuidadosos.

  Abel y Amatista sintieron mariposas en el estomago ante esa evidencia, aquello no podían ser pisadas de un ser humano y no lograban imaginar de que tipo de animal podían ser, no se parecían a las de un oso o algún otro de los animales que vivían por esa zona.

  — ¿Crees que si exista en realidad? —le preguntó Abel a su hermana lo más bajo que pudo para evitar que su hermanastra lo oyese.

  — Para nada —respondió, aunque no tan segura como solía hacerlo—. Debe de haber una explicación lógica, pero por lo menos es lo más emocionante que hemos hecho en todos los inviernos.

  Abel asintió y antes de que pudiera decir algo calló, ante la mirada fúrica de Inés pidiéndoles guardaran silencio. A pesar de que la tormenta arreció de nuevo, las pisadas se hicieron más nítidas y los nervios de todos comenzaron a dispararse al máximo. Llegaron a un camino de árboles que se juntaban antes de llegar a una colina. La hermanastra les indicó que se acurrucaran sobre un grueso abedul y les señaló hacia el frente: sobre la orilla de la colina estaba un enorme ser que caminaba con lentitud, como si sus pies pesaran una inmensidad o tuvieran que pedirle permiso el uno al otro para dar cada paso.

  — ¿Es… es el… —balbuceó Abel?

  — Que claro que es, zopenco —dijo Inés dándole un cate en el hombro a su hermanastro—. Les dije. Ahora hay que esperar a que entre y meternos. Mas o menos tarda unos cinco minutos en cerrarse su gruta, tenemos ese tiempo. No podemos entrar enseguida porque nos descubriría.

  — No, no debemos ir —dijo Amatista.

  — No sean miedosos, todo irá bien.

  El misterioso hombre de las nieves llegó hasta la colina, emitió un gruñido que de no haber sido opacado por la tormenta que arreciaba cada vez más, se hubiera oído hasta el último rincón del planeta. Entonces de las paredes de cerro se comenzó a abrir una compuerta, tal y como si fuera la cueva de Alibaba y los cuarenta ladrones. El ser miró hacia todos lados para cerciorarse que estuviera solo y cuando estuvo conforme con ello, se adentró en la puerta.



3

Contaron en voz baja tres minutos para acercarse a la entrada y meterse. Inés tuvo casi que jalarlos para que lo hicieran, los gemelos ya estaban aterrados y arrepentidos de hacerlo, aunque la curiosidad los estaba matando.

  La cueva estaba muy bien iluminada, tanto que lo primero que hicieron fue buscar el origen de aquella iluminación, no había ni lámparas ni antorchas que alumbrasen. Una vez que entendieron que así era ese lugar, se percataron de que ahí no hacia tanto frio. Entonces comenzaron a andar mas despreocupados y sin titiritar por el clima. La cueva carecía de algún atractivo o algo que la distinguiese como la gran guarida de un mítico personaje. No vieron al hombre de las nieves por ningún lado y pensaron que había entrado por alguna otra puerta secreta.

  Llegaron a la orilla de una gruta, de ahí en adelante todo cambiaba. El lugar estaba más iluminado y las paredes estaban cubiertas de nieve, estas estaban enmarcadas por líneas de nochebuena que se extendía a través de toda la nueva zona. En medio de aquel sitio estaba un apilado de troncos que formaban una cara grande de un hombre de las nieves, como un pequeño altar. Este estaba iluminado por pequeños fuegos que deambulaban de un lado a otro. Abajo una fila de duendes con chalecos rojos se movía de un lado a otro de manera rítmica y melodiosa, al son de una musiquilla que inundaba aquel sitio.

  Siguieron mirando todo alrededor en donde aquello parecía una rara fiesta decembrina de película navideña. Descubrieron que hasta arriba del altar de troncos estaba un duende anciano de gran barba blanca que tocaba una rara flauta en forma de bota, se movía de un lado a otro al ritmo de la música. Estaban tan absortos que lo último que percibieron fue el olor dulzón que rodeaba toda aquella zona, les recordó al olor de los bombones bicolores de fresa-vainilla.

  — ¿Y el hombre de las nieves? —preguntó Abel.

  — Debe de andar por ahí —dijo Inés olfateando con fuerza para embriagarse de aquel olor dulce.

  — Creo que debemos de irnos de aquí —dijo Amatista—. Somos unos extraños en este sitio y no sabemos cómo nos recibirán si nos descubren.

  — De la mejor manera —respondió una voz muy gruesa y a la vez muy amigable que estaba detrás de ellos—. Siempre son bienvenidas las visitas.

  Espantados los chicos voltearon a ver quien era el dueño de aquella voz: era nada mas y nada menos que el mítico hombre de las nieves, media mas de tres metros y su pelaje era tan grueso que tapaba toda la entrada de aquel lugar. Trataron de contestarle algo pero no pudieron, se limitaron a intentar ver las vías posibles de escape.

  — Síganme —les dijo extendiendo sus enormes manos cubriendo aun más cualquier posible entrada.

  Los chicos no tuvieron más remedio que seguirlo hacia el centro del altar.

  — La navidad ha acabado —les dijo haciendo que se situaran en medio del circulo de duendes que dejaron de bailar para mirar a los visitantes de manera rara—. Y nuestro fin de este año ha llegado.

  El duende de la flauta comenzó a tocar otra melodía más pegajosa que hizo que los duendes comenzaran un nuevo baile en circulo alrededor de los visitantes.

  — Pero otro año llegará y un nuevo invierno llegará —empezaron a cantar en coro, sus voces eran agudas y molestas—. Y tenemos todo el resto del tiempo para saborear.

  — Y no solo eso —agregó el hombre de las nieves—. Esta vez seremos más.

—Y más regalos y sorpresas habrá —siguieron entonando los duendes—, donde el frio en nuestras orejas cantará.

  Inés dio un paso al frente y alzó la voz tanto como pudo para decir:

  — Siento habernos entrometido en su sitio, pero ya es tarde y nuestros padres deben de estar preocupados, debemos regresar.

  El hombre de las nieves soltó una risotada que hizo temblar aquel sitio, incluso el duende de la flauta se sujeto ante la vibración que provocó en el altar de troncos.

  — Es una pena que quieran regresar —dijeron los duendes bailando—, pues la salida ya no ha de estar, y aquí solo se siente bienestar.

  De los bolsillos de sus chalecos rojos sacaron unos polvos que comenzaron a espolvorear hacia arriba conforme seguían danzando. Abel y Amatista se miraron entre sí, preocupados, sabiendo que aquello no pintaba bien, pero aunque fueran muy rápidos no podrían escapar de las manos enormes del hombre de las nieves, no todos, al menos. Y aunque lograran hacerlo no estaban seguros de lograr llegar hasta la salida y que la entrada estuviese abierta, pues como les había dicho Inés, se cerraba enseguida. Miraron a su hermanastra y esta seguía pálida e incrédula sin moverse. Los duendes seguían danzando y el polvo se esparcía por todo el lugar. Los ojos se les empezaron a cerrar y se desmayaron.



4

Edgardo era el policía encargado de la búsqueda de los hermanos perdidos, cosa que había hecho intensamente durante los primeros meses, pero a medida que el tiempo pasó lo fue dejando para uno que otro escaso momento de inspección en la zona. Ya se cumplía un año de aquella desaparición de los infantes y daba casi todo por perdido. Era el 31 de diciembre y deseaba irse a su casa a comer estofado que había hecho su mujer, le quedaba de mil perlas. Hizo una última revisión con sus binoculares por la periferia del bosque, cuando encontró a un hombre enorme que estaba entrando en una colina, parecía un coloso que llevaba un abrigo peludo blanco, atrás de él iban tres pequeños seres que danzaban armoniosamente. Edgardo se quedó paralizado ante aquella visión, y cuando reaccionó y fue hasta el sitio, no encontró nada que le dijera que lo que había visto era cierto. No creía en leyendas ni esas chucherías por lo que supuso que era el cansancio y el deseo de estar en casa. Tocó las firmes paredes de la colina viendo que no había ninguna puerta ni nada que se le asemejase.

  De seguro a esos chamacos se los llevaron a Europa unos tratantes, pensó, y se fue alejando hacia donde lo esperaba una mesa con un estofado, una chimenea ardiente y un frio vino tinto.



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